Blog de Manuel Saravia

Hasta que acabe la distancia social sanitaria

“Había una vez dos peces jóvenes nadando y se encuentran con un pez mayor que nada en la otra dirección, quien después de saludarles les dice: ‘Buenos días, muchachos, ¿cómo está el agua?’ Y los dos peces jóvenes nadan un poco, y luego uno de ellos mira al otro y le pregunta: ‘¿qué demonios es el agua?» Esta historia la contaba David Foster Wallace para recordar “que las realidades más obvias e importantes son a menudo las que más cuesta ver y las más difíciles de explicar”. Lo recordé al leer el pasado jueves un artículo de Íñigo Domínguez que también iba por ahí, aunque sin parábola, directamente a los hechos. “Éramos felices y no lo sabíamos”. Quién lo iba a decir. “Las charlas intrascendentes en el bar, con los amigos, quejándose de esto y de lo otro, ver cómo pasaba el tiempo de forma intrascendente”, formaba parte de “la pasta de que está hecha la normalidad”. Que nos hacía, al parecer y sin saberlo, felices.

En estos últimos días la normalidad se ha abolido drásticamente. Vivimos una crisis sanitaria y se han roto los contactos físicos, se han pulverizado. Se acabaron los generalizados apretones de manos, palmadas, besos, caricias. Se impone, por el contrario, una “distancia social” que constituye “la mejor arma contra el coronavirus”. Y claro: los móviles arden. Los correos se multiplican. Y se crean nuevas formas de relación a distancia. Dos hermanas, por ejemplo, que quedan en el Gadis para verse (de lejos, por supuesto) un instante a la hora de comprar. La distancia social sanitaria es necesaria, sin duda. Pero parece tan enorme… da la impresión de que en los últimos días nos separan kilómetros.

Porque normalidad eran también los contactos de afecto. Richard Sennet, en Carne y Piedra, recordaba que “el miedo a tocar” surgió en el Renacimiento y dio origen al gueto de Venecia. Que luego se fue conformando “en la sociedad moderna, cuando los individuos crean algo similar a los guetos en su propia experiencia corporal”. Pero que en estos días se ha profundizado y generalizado mucho más. Como también era normal intercambiar miradas y gestos de identificación. “En la calle, el café, el almacén, el ferrocarril, el autobús y el metro se convirtieron en lugares donde prevaleció la mirada sobre el discurso”. Y en esos lugares (ahora cerrados o con un uso muy reducido) se promovían los “impulsos de simpatía que pueden sentir los individuos de la ciudad mirando a su alrededor”.

Nos hemos quedado sin esa continuidad. Se acabaron muchas de las caricias sociales que de alguna forma colaboraban para sentirnos unidos. La normalidad también eran esos contactos, miradas cómplices, esos “hola” que ahora se han quedado en casa. Y andamos como locos buscando algo que los sustituya. Persiguiendo la continuidad por otros medios. Mensajes en folios que sostenemos con las dos manos. Aplausos desde las ventanas. Cantar juntos (también desde las ventanas). Signos afectivos para evitar el vacío emocional. Y asumir contactos y caricias “vicarias”, que otros hacen por nosotros. Para estar, por ejemplo, con los ancianos en las residencias, que ya no admiten visitas, a través del personal que les cuida. O saludar, a través del conductor del autobús que mira a los ojos a los que suben. O por medio del trato amable de policías, de la ayuda a domicilio o de los empleados del comercio de alimentación. O con los sanitarios que están acompañando a los moribundos que se van sin decir adiós. Caricias vicarias.

Todo es muy difícil estos días. Dificilísimo. ¿Cómo hacer las cosas bien, cada uno en su sitio? Dificilísimo. Y nos va a costar mucho recomponer una normalidad en la que nos reconozcamos a gusto. En la que podamos otra vez mirarnos a los ojos de cerca y encontrar esa verdad que delata quien no necesita hablar, porque lo dice todo con sus ojos. Volvamos a Sennett: “Desde la Atenas de Pericles al París de David, la palabra ‘cívico’ ha implicado un destino entrelazado con otros, un cruce de suertes”. Se trata, se tratará cuando sea posible, de recuperar o reconstruir una normalidad cívica. Pero hasta entonces bien están esas caricias inventadas por otros caminos. Gestos de contacto que suponen, al menos, el reconocimiento de la existencia del otro, de todas las demás personas confinadas y el afecto por ellas. Por favor, sigamos inventando caricias sin ojos y sin manos. Muchos besos.

(Imagen: Aplausos en las ventanas. Reuters/Sergio Pérez. Procedente de infobae.com)

 


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