Blog de Manuel Saravia

Tener ahora 20 años

Es desesperante. Todo sigue a cámara lenta, con unos protocolos que ralentizan la vida. En medio de una enorme sensación de fragilidad. Con una recesión económica de la que aún no conocemos su alcance. Es verdad que se ha puesto de manifiesto la primacía de los estados (¿dónde están ahora esas magníficas multinacionales?). Pero nos asustan sus movimientos tantas veces torpes, sus carencias, sus inseguridades. Incluso la tentación de ir más allá en el control, aprovechando el shock.

Las generaciones más jóvenes (las de los 20 y 30 años) ya contaban con desventajas económicas de partida. Ya habían asumido que su futuro sería peor que el de sus padres, con una situación laboral mucho más precaria. Y un “ascensor social” que no funciona. Ante la pandemia, muy pronto se resignaron también a perder, una vez más, el recién estrenado “sabor de la libertad”, volviendo a la casa familiar. Se ha dicho de ellos que son las primeras víctimas, y probablemente sea verdad. Ansiedad en medio del caos, estrés, más soledad, más miedo. “Una vulnerabilidad cuyos efectos aún no se han medido”.

Y sobre todo: sin horizonte. Recojo dos artículos recientes. Uno de Sirin Kale (“I’m stuck in limbo’: will the Covid generation of young people face long-term fallout?”, The Guardian, 30 de mayo de 2020). Otro, un editorial de Le Monde, a quien he robado el título (“Avoir 20 ans au temps du coronavirus”, 13 de junio de 2020). Los dos subrayan esa situación de los jóvenes que nos dicen que “no hay mucho por lo que despertarse”. Que están sin rumbo. Que se ven en el limbo. Pero seguramente se trata de una imagen compasiva. Porque me viene a la memoria lo que decía John Berger, a propósito de la representación del infierno en el “Carro de Heno” del Bosco. “Se da forma al espacio del ahogo. A la claustrofobia (…). Una claustrofobia que está causada por la ausencia de continuidad entre las acciones (…). No se ve allí horizonte alguno. Ninguna continuidad entre las acciones, ninguna pausa, ningún camino, ningún plan, ni pasado ni futuro. Nada se ensambla: todo se interrumpe. Se trata de una suerte de delirio espacial en que todo carece de sentido”.

No es el limbo. Quizá se trate del infierno. Es urgente un proyecto fresco que abra un horizonte cierto. Que hable del medio ambiente, de todos los derechos, de la salud, de los animales, de la democracia. Pero que sea sobre todo activo. Vivo. Se dice que estamos ante unas generaciones jóvenes más comprensivas, desinteresadas, sacrificadas. Pero que el coronavirus “ha frenado la reacción, la rebelión o la búsqueda generacional de respuestas”. Unas generaciones “de jóvenes adultos que tendrán que navegar a través de un mundo que cambia radicalmente”. Se dice que contamos con una amplia “caja de herramientas” para intentar hacer frente a la creciente desconfianza en que se esté trabajando por abrir espacio a la juventud: incentivos para la contratación, apoyo a la formación, ayudas para la vivienda, integración profesional… Pero falta lo fundamental. Un futuro, como decíamos, que no se construye con la suma de acciones desagregadas. Ni retomando ejemplos anteriores. Un horizonte que solo ellas y ellos podrán definir.

(Imagen de William Perugini / Shutterstock, procedente de theconversation.com/cuando-dejamos-de-ser-jovenes-109905).

 

 


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