Blog de Manuel Saravia

Carta del jueves

Estimadas amigas y amigos,

Si en el centro de nuestras propuestas figura el compromiso de garantizar los derechos, convendrá dedicar algún espacio a explicar algo más su significado. Normalmente aludimos a los derechos “de la última ciudadana” (o del último: pero las personas que se encuentran en situaciones límite suelen ser mujeres). Y lo hacemos porque pretendemos que sea el nuevo referente para pensar la ciudad. Se tendrá en cuenta “el ciudadano medio”, sin duda. Pero también, y sobre todo, “la última ciudadana”. Que está tan cargada de derechos como cualquier otra persona, pero que dispone de menos medios que ninguna para hacerlos por sí misma realidad.

La ciudad de los derechos humanos se la juega con ella. Pero siempre ha sido así. De hecho, la ciudad y los derechos han estado tradicionalmente unidos. Ciudad es vivir juntos, y derecho es vivir conforme a unas normas de justicia. Hoy estamos, es cierto, muy lejos de la justicia en las ciudades. En las últimas décadas se han multiplicado y profundizado las desigualdades, y media un abismo cada vez mayor entre quienes acaparan todos los privilegios y quienes poco o nada tienen.

Es frecuente vincular derechos y deberes. Pero en mi opinión, hay que tener mucho cuidado con ese juego, que considera a ambos términos como si fueran dos caras de una misma moneda. Porque implica una contabilidad moral economicista que siega por la base el fundamento mismo de los derechos. Los derechos se tienen por haber nacido, y no porque “se paguen” con el cumplimiento de los deberes, con la moneda de los deberes. Por supuesto que hay que cumplir las leyes, sólo faltaba. Pero de tal cumplimiento no se deriva que se tengan derechos: los derechos se tienen aunque no se cumplan las leyes. Vincular directamente unos y otros es una aberración. Es simplemente no creer en los derechos de las personas.

La dignidad es un concepto al que remiten los derechos humanos. En último término habría que hablar del derecho a la dignidad; y los demás enunciados serían desarrollos de este primer derecho básico. Pero ¿qué es la dignidad? Palabra clave en nuestra cultura, principio de principios y valor de valores, no resulta fácil concretarla. Se ha dicho de ella que es “ese afán por exteriorizar sin tregua la nobleza de condición” que compartimos todas las personas (Gómez Pin). Mas ¿cómo hacerlo, cómo exteriorizarla? Quizá pueda ser útil identificar tres rasgos diferentes del vocablo, tres facetas de la dignidad que se superponen: decencia, soberanía, reconocimiento.

¿A qué nos obliga pensar en una vida decente para cada ciudadano y ciudadana? Por de pronto, a garantizar unas condiciones materiales mínimas, por debajo de las cuales resulta impúdico seguir hablando de la dignidad. Su definición depende “de la mirada propia”, pero ha de ser implacable. La soberanía alude a la dignidad “autónoma” (en terminología de Peces Barba), a que no tenemos precio. El soberano es el antípoda del esclavo. Que no precisa que otros la reconozcan, sino que cada uno debe encontrarla en sí. “Me niego a someterme, luego soy”. Y nos queda hablar del reconocimiento. Es la otra faceta de la dignidad (“heterónoma”), que lleva a su reconocimiento o distinción por la sociedad. Es obligación de la sociedad, de la ciudad, apreciar la dignidad de todas y cada una de las personas que la habitan, y establecer las condiciones en que se reconozca. Preservar al máximo la autonomía de cada una, actuar contra todas las formas de pobreza (la miseria: el grado cero de la dignidad), favorecer la integración, promover la igualdad esencial (“vivir entre iguales”), evitar cualquier forma de discriminación.

Mañana seguiremos. Un abrazo,
Manuel


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