Blog de Manuel Saravia

Carta del miércoles

Buenos días, pacientes lectores y lectoras,

Hay un asunto que no se trata mucho en los debates electorales, pero que considero significativo. Pues se trataría de definir el espacio de la política. ¿Hasta dónde llegar con las propuestas? ¿A qué territorios acceder en la lucha por el poder político? Hay quien se queja de que todo se politiza y quien cree, por el contrario, que la mirada política no llega a donde debería. Hay quien se considera apolítico (porque, dice, la política todo lo contamina) y quien piensa que todo es político. Y hay, por último, quien advierte que la economía está colonizando absolutamente todos los ámbitos de la realidad, con la política como una de las primeras piezas cobradas.

En primer lugar habría que hablar de los límites de la democracia. Porque en ocasiones se espera de ella demasiado. Que proporcione toda clase de virtudes, salud y éxito económico, que nos entregue incluso la felicidad misma. Pero la democracia es un método de convivencia civilizada, con objetivos relativamente modestos (la regla de las mayorías, el respeto a las minorías, la obligación de garantizar los derechos de todas las personas).

Pero es obvio que también hay que hablar de la actual deriva del capitalismo, la forma hegemónica de organización de la vida en las esferas económica, política y social. Del “darwinismo social” que lo configura, el “yo como empresa” al que nos dirige. Del negro horizonte (ecológico y social) que nos ofrece. Porque es un sistema que considera “que la felicidad es solo para una parte, para aquellos que se alzan por encima de los demás en función de su mayor fortaleza y son capaces de quedarse con las riendas del destino colectivo” (Manuel Cruz). Que insta a pensar “que la felicidad se identifica con ser un ganador, con alcanzar el número uno (lugar que, por definición, uno solo puede alcanzar)”, dando por descontado el amargo fracaso de la mayoría.

Todo es campo de batalla, y la vida real parece incompatible con la “vida buena”. Con el anhelo de felicidad que es una constante en nuestra cultura. Que la democracia no nos lo ha de dar, pero sí permitir su búsqueda. Y sin embargo estamos construyendo una sociedad en la que una mayoría creciente de sus miembros se siente profundamente desgraciada. “La deriva actual del capitalismo está poniendo en peligro la sociedad misma y, con ella, la posibilidad de que los individuos alcancen una forma de vida que cumpla unos estándares mínimos de dignidad y de justicia”.

Aspirar a que determinados valores conformen nuestra vida en común no es ya una aspiración ética, sino cuestión de supervivencia. Y los gobiernos democráticos pueden canalizar las aspiraciones para llegar a ese estado de cosas. Pero es muy difícil que, por sí solos, tengan esa capacidad. Muchas personas entienden que hay que complementar su acción (dirigida a las instituciones de gobierno) con otros cambios desde otras instancias. Gente para quienes la búsqueda del beneficio no es su motor ni la competencia con los demás su principio. Para quienes ni la propiedad ni el consumo miden la bondad de su vida. Y que consideran que la actividad política no tiene por qué ser el centro de su vida. Que es un elemento más. Importante, pero no único. Gente que “vive” o “habita” un proceso de cambio.

También hay personas que trabajan en la detección y profundización de las grietas. Que cultivan el “espíritu hacker” (en sentido social), preguntándose “cómo funciona esto, cómo interferir en su funcionamiento, cómo podría funcionar de otro modo” (Comité Invisible). Que cuestionan “el cuento del tecnofetichismo”. Que intenta vivir relaciones sociales no monetizadas, no mercantilizadas. Que pretenden ir construyendo otra red alternativa, propia de esa “vida buena” a que aludíamos.

Mañana continúo. Hasta entonces, muchas gracias nuevamente por la atención.


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