Blog de Manuel Saravia

¿Ciudad inteligente o bosque inteligente?

Me gustaría recordar tres cosas relacionadas con las “ciudades inteligentes”.

1ª. En The Guardian titulaban: “Al final, destruirán la democracia”. Porque, ¿cuál será el papel que juegue en ellas cada ciudadano? ¿El de contribuir voluntariamente a formar una inmensa base de datos explotada por empresas privadas? Y se preguntaban más: ¿Por qué las ciudades inteligentes solo ofrecen mejoras? ¿Dónde queda la posibilidad de la transgresión? Cierto: esas “ciudades llamadas inteligentes”, inmensamente densas de sensores electrónicos, cámaras y drones, asustan. Fíjense lo que dijo el alcalde de Río: «El centro de operaciones nos permite tener personas que miran a todos los rincones de la ciudad, las 24 horas del día, los siete días de la semana». Miedo. Sensores, cámaras y drones que rastrean el movimiento, y que permiten apreciar, incluso, si en un determinado evento o situación la gente sonríe o está sombría.

Harari nos advierte de otra cuestión. Pues la inteligencia es la capacidad de resolver problemas, mientras que la conciencia es la capacidad de sentir dolor, alegría, amor e ira. Los ordenadores pueden resolver problemas mejor que nadie, sin desarrollar sentimientos. Pero si solo progresa la inteligencia y no la conciencia, quienes sepan y puedan “pulsar nuestros botones emocionales mejor que nuestra madre”, podrán utilizar esa asombrosa capacidad para vendernos cosas: “ya sea un automóvil, a un político o una ideología completa”. Miedo.

2ª. Recientemente se ha publicado un libro de título sorprendente: La inteligencia de los bosques (de Enrique García Gómez, Guadalmazán, 2021). Está muy bien. Porque muchas de las amenazas de la ciudad inteligente se transforman en compañía cuando hablamos de los bosques. Que se comportan como un ser vivo, como animales de compañía. Donde los árboles actúan cooperativamente para defenderse. Donde los árboles más viejos, ya al final de su vida, ceden sus reservas a los jóvenes para que prosperen con el vigor suficiente. «Y dejan espacio de luz, además de agua y nutrientes para los nuevos ejemplares».

Poseen estrategias para protegerse de la sequía o de las bajas temperaturas. O para sobrevivir al fuego: las especies rebrotadoras (con yemas latentes, que solo brotan en situaciones dramáticas). Algunos individuos se esfuerzan tanto en producir espinas que “todo lo que gastan en estar puntiagudos no lo pueden invertir en otros procesos básicos para su crecimiento”: como la vida misma. Los árboles viven en comunidad: “si se preocupasen solo de sí mismos, muchos de ellos no llegarían a la edad adulta”. Los árboles se comunican entre sí y se alertan de peligros inminentes. Por ejemplo, las acacias “ramoneadas” por las jirafas que “emiten gases de aviso” a las vecinas. También son a veces “crueles”. O inseguros: ahí están las “normas de convivencia” que se han bautizado como “timidez de las copas” de los árboles. (Por cierto, los árboles más altos son los más tímidos).

3ª. En 1753 el abate Laugier escribió, en su Essai sur l’architecture lo siguiente: “Hay que concebir la ciudad como un bosque”. Era tan solo una teoría sobre la composición urbana. Pero nos viene bien. Porque, en efecto, no estaría mal tratar a la ciudad con cierta confianza en sí misma, dejando que desarrolle un poco más en ella la afectividad y un poco menos la inteligencia. Porque, en último término, quizá lo que más necesitemos no sea tanta inteligencia alrededor. También conciencia y pasiones, decíamos. Pero, además, lo contrario de la inteligencia.

Veamos, en este sentido, la siguiente idea de Byung-Chul Han. Filósofo, por cierto. Quien, recordando a otro autor (Deleuze), señalaba que la filosofía comienza siempre con un “hacer el idiota”. Porque “no es la inteligencia, sino un idiotismo, lo que caracteriza al pensamiento”. Todo filósofo -insiste- que produce un nuevo pensamiento “es un idiota”. Y así, la historia de la filosofía es “una historia de idiotismos, de saltos idiotas”. De manera que, según él, “la inteligencia artificial es incapaz de pensar, porque es incapaz de ‘hacer el idiota’. Es demasiado inteligente para ser un idiota”.

Ciertamente, nunca he visto ni bosques necios ni ciudades rematadamente idiotas. Aunque, sí, muchos filósofos. Larga vida a los filósofos idiotas.

(Imagen: el inmenso bosque próximo a Cuéllar, visto al llegar desde Valladolid. Procedente de cuellar7.com/cuellar-eje-de-la-zona-mar-de-pinares-carracillo-en-el-borrador-de-ordenacion-territorial/21388).


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