Blog de Manuel Saravia

De qué hablamos cuando hablamos de política social

Un campo extremadamente amplio, un sentimiento extremadamente sencillo

En términos revolucionarios, hablamos de fraternidad (un término fundamental para articular la libertad y la igualdad). En términos sociológicos, de solidaridad (ambos conceptos se complementan). Para entendernos, aquí se sugiere (para ayudarnos a trabajar), una forma de definir la política social municipal por exclusión: será el conjunto de acciones de gobierno dirigidas al cumplimiento de los derechos humanos que no puedan encuadrarse específicamente en los ámbitos económico, urbanístico o cultural. Es importante en esta definición de trabajo la palabra “específicamente”. Pues casi todas las acciones tienen algún componente económico y cultural, y buena parte también urbanístico. Pero seguramente nos va a ser útil dotar a este capítulo “social” con ese carácter de cajón de sastre, y fijar para él aquel objetivo de los derechos humanos.

Dijimos fraternidad: una palabra olvidada, pero necesaria. Es la fuerza que religa los miembros al conjunto. La fraternidad mantiene unida a una comunidad con conciencia de serlo. Se ha dicho que su ámbito natural es, precisamente, la ciudad, la polis. Aunque el concepto es griego (filadelfia, creo), reaparece con fuerza y nuevo valor en la Revolución Francesa. Según Antoni Domènech se trataba entonces con él de acabar con la distinción entre “ciudadanos activos” (los propietarios) y “pasivos” (los demás). “Este es el origen de la fraternidad -dice Domènech-: cuando Robespierre se opone en la Asamblea Nacional, él solito, a la división entre ciudadanos activos y pasivos, está reclamando que todas las viejas clases domésticas, la vieja sociedad civil europea que estaba sometida a constituciones gremiales, los campesinos, los jornaleros, los siervos de la gleba, los pequeños artesanos, los aprendices, todos los que eran reducidos a ciudadanos pasivos y que no podían aspirar a un régimen de igualdad y libertad, pudieran emerger a la sociedad, a una sociedad civil de tipo republicano. Para ellos la revolución no tenía mucho que ofrecer, salvo unos incompletos y pasivos derechos civiles. La fraternidad significó un ideal de emancipación que fue parte del programa político de Robespierre, autor de la leyenda `libertad, igualdad, fraternidad´, en el famoso discurso del 5 de diciembre de 1790. Y fraternidad significaba libertad e igualdad para todos, universalización de la igualdad y de la libertad”.

¿Hasta qué punto son hoy las cosas diferentes? En cierto sentido, no demasiado. Nos volvemos a encontrar de nuevo hoy con esa lectura inaceptable de la sociedad, en la que se distinguen los que dan y los que reciben. ¿Tanto hemos retrocedido? Desde que Zygmunt Bauman (premio Príncipe de Asturias 2010)  los nombró, los “nuevos parias” de la sociedad están bien caracterizados. Son los considerados superfluos. Entiéndase: no sólo “sin papeles”, sino un registro social mucho más amplio. Según este autor, “ser superfluo significa ser supernumerario, innecesario, carente de uso –sean cuales fueren las necesidades y los usos que establecen el patrón de utilidad e indispensabilidad-. Los otros no te necesitan; pueden arreglárselas igual de bien, si no mejor, sin ti (…). `Superfluidad´ comparte su espacio semántico con `personas o cosas rechazadas´, `derroche´, `basura´, desperdicios´: con residuo. El destino de los desempleados, del `ejército de reserva del trabajo´, era el de ser reclamados de nuevo para el servicio activo. El de los residuos el basurero, el vertedero” (Z. Bauman, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Barcelona, Paidós, 2005).

Los suburbios de las metrópolis europeas están llenos de estas vidas sin horizonte que, además, son vistas por una buena parte de la sociedad únicamente como “un factor de gastos” (ahora lo dice Ulrich Beck, “La revuelta de los superfluos”). Lo cual es un desastre social, la pérdida absoluta del sentido de comunidad. La ciudad queda dividida entre quienes se ven a sí mismos dando sin conseguir nada a cambio y los que son vistos como meros receptores. Ni la historia, ni la economía, ni el más elemental principio de justicia pueden soportar esa visión alucinada de las cosas. El modelo opuesto, no selectivo, expresión de la fraternidad social, “asegura las prestaciones a todos del mismo modo que los integrantes de una familia aceptan que todos tienen el mismo derecho al alimento, sin hacer primero un inventario de la comida disponible o averiguar si hay suficiente para calmar el apetito de todos” (otra vez Bauman, ahora en Trabajo, consumismo y nuevos pobres, Barcelona, Gedisa, 2000).

Pero volvamos, para concluir este post, una vez más a Domènech: “La fraternidad dominó las mentes de los pobres, de las clases domésticas, durante más de medio siglo. El problema del futuro sigue siendo cómo organizamos la vida social, la vida productiva y la vida política, para que no haya nadie que tenga que pedir permiso diariamente a otro para sobrevivir. Esto tiene que ver con la fraternidad, porque nunca ha habido mercados tan poco competitivos como ahora, cuando hay un régimen de propiedad más concentrado, cuando los mercados son protectorados de grandes empresas y desafían con éxito a los estados de derecho en la definición de lo que tiene que ser bien público».  

 

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