Blog de Manuel Saravia

En defensa del plátano de sombra

Hay un mundo de árboles que nos envuelve. Y que tiene, en nuestra ciudad, que densificarse. Conforme a razones técnicas, funcionales, medioambientales, también económicas. Pero los árboles (como todo lo que tiene nombre) nos llevan, además, a otros mundos.

Ahí está el álamo, siempre dual; verde del lado del agua (luna), oscuro del lado del fuego (sol). Más allá el “dulce y ligero” almendro de la primavera, que es “de nata” (como decía Miguel Hernández) o de “inflamada espuma” (como decía Barral). El árbol del amor, que pintó Monet (un árbol impresionista). Los arces de media montaña. Los avellanos junto al Canal de Castilla, de donde se sacaba la varita mágica. El chopo, siempre largamente (como Iríbar): “En silencio / como el río, / en silencio, / largamente / como el chopo, / largamente” (Francisco Pino). El fresno, que aleja el rayo. Los hayedos de las hadas. Esas higueras tan intensamente acostumbradas al patio de la casa que llegan a confundir su perfume con el ruido del balde en el pozo. Los liquidámbar (de ámbar líquido), junto a San Benito, para perfumar los guantes. Las elegantes magnolias, de las que se dice que evolucionaron antes de que aparecieran las abejas, por lo que las flores se desarrollaron de forma que pudieran ser polinizadas por escarabajos. El manzano del pecado. El sol del membrillo. El nogal “de oro”. Los olivos, que “están cargados de gritos” (García Lorca). La palmera, “antorcha al aire” de “luz cuajada” (Unamuno). El pino, “relente sólo para mí sequía” (Claudio Rodríguez). El ginkgo, fósil viviente que resistió a la bomba atómica. Los robles que pintaba Ruisdael. La sabina, como Joaquín. El sauce llorón que llora, sí, pero que “parece representar una pena ligera y sonriente” (Tournier); y que nos ha dado un buen medicamento: la aspirina (deberían plantarse sauces al lado del Área de Urbanismo). El saúco, que no tiene buena fama, salvo en Harry Potter. Las sóforas (hay en la calle Doctrinos), árboles de las pagodas. Los tejos venenosos (su nombre deriva de toxikos, veneno). Los tilos de Berlín (y de la plaza del Salvador). Las tuyas, de las que se hacen ataúdes (las hay en la plaza del Dr. Quemada, por ejemplo). La encina cenicienta, que es como nosotros: “Honda raíz, enfurecidos brazos. / Ferviente savia oculta nos abrasa. / La libertad nos nace por el llanto” (Leopoldo de Luis). Los cedros, las acacias, catalpas, alisos, aligustres. Los abedules tambaleantes que pintaron, a su modo, Klimt y Wajda. Los castaños, los cipreses, los eucaliptos (de los koalas). Moreras, naranjos, olmos, perales, tamariscos.

Pero digámoslo ya: mi preferido es el plátano. Que ahora hay que defenderlo. Es verdad que se han plantado durante las últimas décadas muchos más plátanos de los aconsejables. Hay que elegir bien dónde se ponen, con qué sentido, y hacerlo en buena proporción. En Barcelona, donde uno de cada tres árboles es un plátano, se ha adoptado el criterio, según creo, de que, a medio plazo, ninguna especie vegetal de la ciudad represente más del 15% del total (Guitart). También es necesario que estén bien plantados. Con buena interdistancia y buen alcorque. Pero, insisto, tiene que haber plátanos, y tienen que ser queridos.

Tiene ahora malísima fama, porque (es así) si no está bien plantado acaba levantando las aceras. Y en primavera su polen puede provocar alergias. Pero es duro, grande, rústico y resistente como pocos. Absorbe muy bien el CO2, contribuye a regular la humedad y a amortiguar el ruido. Forma grandes paseos en casi todas las ciudades, especialmente en las europeas. Desde siempre. Horacio y Cicerón ya comentaban los plátanos que poblaban los vergeles de Roma. Aunque para mí, además de las justificaciones históricas, botánicas, medioambientales o funcionales, también son importantes (lo decía más arriba: cada especie es un mundo) las asociaciones culturales. Citaré tres que me gusta recordar de los plátanos de sombra.

La primera, que sus hojas son semejantes a las de la vid. Lo cual no pasó nunca inadvertido y siempre se pensó que algún sentido tendría que tener. “En griego iliádico, el nombre del plátano significaría ‘el de muy amplias (hojas)’. Y, en efecto, el plátano tiene las hojas más anchas de todas las frondosas que conocían los griegos. Y esas hojas tienen, además, una notable semejanza, que no puede ser casual, con las de la vid; fenómeno ya observado por aquellos sabios antiguos que estaban a todo, como Plinio el Viejo e Isidoro de Sevilla” (Eduardo Gil Bera).

La segunda, que su sombra inspira. Se ha dicho que “Hafiz componía sus poemas a la sombra de los plátanos de Isfahán, y Boccherini sus quintetos bajo los de Aranjuez” (Luis Ruiz Padrón). Y suele recordarse con frecuencia que también bajo su sombra (“y un vientecillo suave, y hierba para sentarnos o, si te apetece, tumbarnos”), Fedro y Sócrates hablaron del amor y la belleza. Y por último, una asociación más, fundamental: que esa misma sombra, la más querida, amable y suave, dio pie a una de las más bellas arias de Haendel: “Nunca fue la sombra / de una planta / más querida / y amable”, entonaba Jerjes en “Ombra mai fu”. Pues sí: “Que el destino favorezca” a los plátanos de sombra.

(Imagen: Jennifer Larmore en el video de Ombra mai fu).


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