Blog de Manuel Saravia

El idilio con el café

Llegó para quedarse. Esa bebida negra (“casi tan negra como la tinta”, decían) que desde muchos siglos antes se tomaba en los países islámicos (algunos lo llamaban “el vino del Islam”), se impuso en Europa en el siglo XVII. Y de qué forma. Lo curioso es que con ese asentamiento se articularon tres tipos de registros: fisiológicos, socioeconómicos y urbanísticos, que se anudaron íntimamente.

Se cuenta que la sociedad burguesa estaba interesada en las propiedades y efectos fisiológicos atribuidos al café. “Gracias al café, la humanidad que erraba sin rumbo fijo bajo los vapores del alcohol logra despertar a la razón y la laboriosidad burguesa” (W. Schivelbusch). Llegó a ser bebida por antonomasia de la Edad Moderna: “ahuyenta casi al instante esa desagradable sensación natural de indolencia del cuerpo y de la mente: de pronto revivimos”. Se infiltra en el cuerpo “y realiza en el plano químico-farmacológico lo que el racionalismo y la ética protestante efectúan en el plano ideológico e intelectual”.

Pero además esa “gran bebida de la sobriedad” impulsó la instalación de una serie de establecimientos que tuvo un papel cultural y económico muy bien definido. La clientela de los nuevos cafés la formaban hombres de negocios. Y en ellos se hablaba de transacciones, pero también de política y de arte. Se crearon redes de locales en los principales centros económicos europeos, marcados “por la sobriedad y la mesura”. Fíjense lo que se decía en uno de los reglamentos de 1674 (Rules and Orders of the Coffee House): “Los caballeros y los comerciantes son todos bienvenidos y no ofenden tomando asiento a la misma mesa (…) Quien inicie una disputa pagará una ronda a todos los presentes” (curioso, ¿verdad?). Unos locales constituidos como centros de comunicaciones comerciales; lugares para leer la prensa, salas de redacción de algunos periódicos, espacios de debate literario que promovían la “civilización de la conversación”.

Hasta el siglo XIX, al menos, “en su heroica fase pública, y servida en un establecimiento especializado, esta bebida actuaba como potente modificador y creador de una nueva realidad”, que esa inmensa red de nuevos locales procuraba. Según datos de la época, en 1700 se contabilizaban en Londres unos tres mil cafés (la población era entonces de 600.000 habitantes; luego había un café por cada 200 personas); en tanto que “apenas medio siglo antes, cuando la cerveza era la bebida indiscutiblemente más popular, había unas mil tabernas” (seguimos con Schivelbusch).

Una intrincada relación económica, política, funcional y social que afectaba decisivamente al paisaje urbano y la urbanística. Una conjunción de factores que, por otra parte, se ha visto con frecuencia en la historia urbana. Y si con la creación de los cafés se extendió también una forma de pensar, ¿cabría pensar en promover otros espacios que pudiesen asumir ahora un papel semejante?; ¿podríamos impulsar nuevos nodos de debate, de reunión, de fomento de una nueva ciudad y una nueva política urbana?; ¿sería posible entrever un conjunto de lugares a los que se acudiese para compartir proyectos de futuro, imágenes de esa ciudad en ciernes que estaría fundada en los derechos, por ejemplo?

Pienso que sí. Aunque ahora serían espacios abiertos, grandes plazas limpias y bien distribuidas, concebidas y preparadas para el debate, la conversación, el coraje y la acción política común. Eso sí: nos falta la bebida. ¿Seguimos con el café?

(Imagen procedente de http://researchingfoodhistory.blogspot.com.es/2012_07_01_archive.html). Interior of a London Coffee-house. Anonymous. 1650-1750).


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