Blog de Manuel Saravia

En la muerte de Albert O. Hirschman

El pasado 11 de diciembre falleció a los 97 años el autor alemán Albert O. Hirschman, economista influyente, muy peculiar y sobre todo, al menos para mí, autor de uno de los trabajos más necesarios para afrontar los tiempos. Su estudio sobre “la intransigencia” o “la reacción” resulta esencial, según creo, para mantener el tono y la fuerza en estos tiempos duros.

Su trayectoria personal es para nosotros llamativa. Se alistó en las Brigadas Internacionales, y algunas de sus peripecias vitales tuvieron como escenario el territorio español. Finalmente, después de una vida juvenil intensa y movida, se refugió en Estados Unidos, donde trabajó en sus principales universidades. Siempre mantuvo una incontestable actitud racional, enormemente abierta al diálogo y dando cabida (cosa rara entre los intelectuales) a la autocrítica. Pero como decía, me interesa sobre todo por sus Retóricas de la intransigencia (edición castellana de The Rethoric of Reaction, del FCE, 1991), donde nos recuerda cómo ninguno de los avances sociales fundamentales se ha desarrollado sin retrocesos, sin interrupciones, sin crisis y problemas. La intransigencia siempre ha intentado tumbarlos, también desde el terreno retórico, desde el debate (¿hay que decir combate?) de argumentos. Y Hirschman ha mostrado cómo tales ataques han respondido siempre a unas pautas similares, a las mismas estrategias.

Hoy vemos cómo, con enorme violencia (también en la presentación de los argumentos), se intentan echar abajo algunos de los derechos más esenciales. Pero aunque son argumentos de la nueva ola reaccionaria, responden con enorme fidelidad a los que Hirschman ya dijo que podían verse al plantearse cualquier avance social. Pues para atacar el establecimiento de nuevos derechos (o, como sucede hoy, defender los existentes) suelen aparecer en escena las mismas tesis “reactivo-reaccionarias”, que el autor alemán denominaba tesis de la perversidad, de la futilidad y del riesgo. Según la primera, cualquier mejora importante del orden político, social o económico tiene efectos perversos, pues exacerba la condición negativa que se desea remediar. Según la tesis de la futilidad, las mejoras sociales tienden, además, a resultar inocuas. Y la tesis del riesgo sostiene que el coste de las mejoras es siempre demasiado alto, porque pone en peligro otros derechos previos. ¿No nos suenan demasiado todas estas cosas? ¿No nos dicen ahora, por ejemplo, que el mantenimiento de los derechos va a acabar con la posibilidad de defenderlos en el futuro? ¿No leemos todos los días que se está poniendo en riesgo todo el sistema de protección social?

Creo que, para seguir dando aire a la defensa contra la intransigencia de hoy, no está de más recordar lo sucedido en otras ocasiones, siguiendo el texto citado de Hirschman. Pues, por ejemplo, para aceptar el sufragio universal hubo que superar una enorme resistencia cultural que veía a los trabajadores como “masas vociferantes llamadas el pueblo” (Burckhart). Para asimilar las formulaciones más incipientes del estado del bienestar (las leyes de pobres) fue preciso salvar una potentísima corriente de opinión que las veía como “promoción de la pereza”. Y antes, la abolición de la esclavitud se hizo superando el “sentido común” que la justificaba, expresado brutalmente por Tomás de Mercado (“es gente bárbara y salvaje y silvestre, y esto tiene anexo la barbaridad, bajeza y rusticidad cuando es grande, que unos a otros se tratan como bestias”).

El rechazo del racismo exigió ver la irracionalidad de la teoría que defendía la existencia de “una natural desigualdad” entre las diversas razas humanas, siendo unas superiores a las otras y teniendo además derecho a prevalecer sobre éstas. La abolición de la pena de muerte también recorrió un camino delicadísimo en el que la idea de que los asesinos merecen la muerte parecía lo natural. El mismo Rousseau llegó a escribir (en el Contrato Social) que «todo malhechor, atacando el derecho social, conviértese en rebelde y traidor a la patria (…). La conservación del Estado es entonces incompatible con la suya; es preciso que uno de los dos perezca». Y puede decirse, en general, que la implantación efectiva de los derechos humanos está aún muy lejos de su generalización (especialmente los de carácter económico y social; o los de nueva generación, como el derecho al medio ambiente) porque existe un potentísimo movimiento de reacción que se niega a reconocer derechos a un grupo de población en el que vinculan pobreza y criminalidad (o dicho de otra forma: porque los pobres son culpables de su destino).

En todos los ejemplos citados los medios reaccionarios se emplearon a fondo en argumentar la perversidad, la futilidad y el riesgo de las nuevas formulaciones de la justicia social. Que finalmente se impusieron. Con todos sus defectos, pero con claridad. Ya, ya. Habrá quien diga que ni siquiera los valores citados en los ejemplos están a salvo. Que pudiera llegar el día en que se recuperasen el racismo oficial y la pena de muerte, y se abandonen el sufragio universal o los derechos humanos. Pero, aunque el riesgo existe, no puede verse como un escenario posible. Nos encontramos en un momento muy duro para la defensa de los valores sociales. Pero creo, siguiendo a Hirschman, que es necesario verlo tan sólo como una crisis, inmensa pero sólo crisis, en la consolidación de los derechos universales. De nosotros depende.

(La foto de Hirschman es de 1982. Fue tomada por Pablo Hojas y publicada en elpais.com).

 


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