Blog de Manuel Saravia

«Grava de aljófares», nada menos

Con las luces de Navidad muchas calles se transforman. Adoptan una imagen irreal, misteriosa y desde luego excesiva, que te envuelve para ofrecer, por unas semanas, una ciudad fantástica, de ensueño. Hecha de color, brillos y resplandores. De magia y desmesura. Sobre todo mucha desmesura.

Y es que el exceso nos encandila. Pues no solo es el alumbrado, ni solo la Navidad. La literatura nos enciende, a veces, fuegos artificiales con la capacidad retórica ilimitada de algunos autores que amontonan o retuercen las figuras. La ópera se pone las botas en los fastos de Aida, por ejemplo. Y lo vemos en las joyas estridentes o los tremendos maquillajes del carnaval de Venecia. O el cine coral de Berlanga, tan abigarrado como austrohúngaro. La pintura de Arcimboldo. Los vocingleros puestos de la Boquería o del zoco de Marrakech. Los pavos reales en los parques. Las petazetas en la boca. Las camisetas de luces «con ecualizador» (que se encienden al ritmo del corazón y de la música). Y, por supuesto, esos retablos cuajados de oro, como el de la iglesia de Santiago de Valladolid, o el interior entero de San Francisco en Oporto (qué inmensa barbaridad). Por todas partes y de vez en cuando nos gusta exagerar sin medida, como en una especie de embriaguez, a veces demasiado salvaje.

Hace ahora mil años exactos se publicó en Xátiva el libro de Ibn Hazm titulado (sorprendentemente) El collar de la paloma. Sorprendente: pues no había ni collares ni palomas. Pero eso sí: todo el libro estaba lleno de metáforas. Escrito a petición de un amigo, se trata de un discurso poético “del amor y los amantes”, aunque en él también se habla “del urbanismo, de las familias, de los funcionarios, de los altos potentados”. Pero ¿a dónde llevaban aquellos amores? Pues creo que caminaban hacia Iram, la ciudad fantástica que se cita en El Corán y se describe en Las mil y una noches. Otra vez la magia y la desmesura. Iram, el no va más.

Podemos entreverla en la versión del granadino Abu Hamid al-Garnati (según lo recoge Mª Jesús Rubiera). Quien nos dice que había en la ciudad trescientos mil palacios (nada menos), y en cada uno de ellos “mil columnas de esmeraldas y jacintos sobre oro”. En su camino “pusieron ríos de oro cuyos guijarros eran jacintos, aljófares y diversos tipos de esmeraldas”. Levantaron cuatro enormes puertas, todas ellas de oro. Y allí “la grava era también de aljófares”. Alrededor, cien mil atalayas adornadas con perlas. Luego marcharon los constructores “hasta todos los confines del mundo en busca de tapices, alfombras, colchas de seda”. Y llevaron también dulces, perfumes, velas “e incienso con toda clase de aloe, ámbar y alcanfor”.

No sé. Creo que con las luces de Navidad se quiere construir, por un tiempo supuestamente breve y excepcional (supuestamente medio mes de diciembre y una semana de enero), esa ciudad mágica y desmesurada que, sobre todo en la noche, deslumbre a propios y extraños (estos últimos también llamados turistas). Pero, claro, la exuberancia de la fiesta, que nos acerca a lo divino, solo funciona cuando se siente como un paréntesis extraordinario de la vida ordinaria. Cuando se vive como tal. Y por eso la cuestión es encontrar el punto. Y las técnicas apropiadas. Apoyándose en relatos (Las mil y una noches). O poblando de animales exóticos los parques (Oriente en casa). Nuestras ciudades se visten en Navidad de luces mágicas (acompañadas de relatos y también de camellos). ¿Cuántos días, cuántas luces? Esa es la cuestión. Cómo sentir que en las calles la grava es de aljófares, y que nos encontramos dentro de esa abigarrada y desmesurada “Atlántida de las arenas”, sin llegar al abrasamiento.

(Imagen: El parque Tivoli Friheden, en Aarhus, adornado para la Navidad. Foto: Tivoli Friheden. Procedente de www.visitaarhus.com. No he querido poner imágenes de Vigo o Valladolid, para no politizar. Y, por cierto, esa tontería de “no politizar” es muy útil).


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