Blog de Manuel Saravia

Algunos hallazgos de etimología ficción

La etimología, es cierto, navega lenta. Busca (despacito) dónde empezaron las palabras. Y generalmente lo hace investigando sobre datos antiguos. No sé: libros, papeles, esas cosas. Pero ya Píndaro sugirió la posibilidad de formular “etimologías creativas”. Fue el primero de una saga de etimologistas de ficción que han propuesto orígenes maravillosos (ahí está Ángel González en “La palabra”), y que debe mantenerse como sea. Con tal fin proponemos los siguientes pindáricos 22 orígenes supuestos de otras tantas palabras. Porque, ya digo, hay que mantener la escuela. Pues frente a los peligrosos False friends hay que proponer otros tantos Suggestions friends. Incluso verdaderos True friends. Ya que finalmente (no le demos más vueltas) lo que las palabras significan se dilucida, como tantas cosas, en el dominio de la amistad.

Coraza y corazón. Según parece, hay quien opina que corazón deriva de coraza. Que nadie tiene el corazón disponible y abierto. Sino que lo propio es una suerte de coraza que lo blinda. En fin: que los carros de combate se pensaron a imagen y semejanza de tu corazón, canalla.

Barroco y barraca. Esta etimología (barroco deriva de barraca de feria) fue propuesta hace ya años por Rubert de Ventós. Es evidente que acertó.

Borrego y barriga. No se sabe qué fue antes, si la denominación de esa parte abultada (cada vez más, maldición) como barriga, o la del corderito como borrego (¿quién ha dicho lechazo?). Donde no hay pérdida es en la barriga de los borregos: una bonita palabra elevada al cuadrado (reiteratio abundamiento). Se desconoce, no obstante, cómo se relaciona la expresión “rascarse la barriga” con la de “ser un perfecto borrego”. Aunque hay varias tesis en marcha sobre el asunto.

Caballo y cabello. Hubo un tiempo en que se consideraba que la mejor melena era la de las crines de los caballos. Ondulada, resistente, jugando al viento. El pelo humano se llamaba entonces pelo. Obviamente, cuando algunas personas elegantes quisieron emular el peinado de los caballos, al pelo lo llamaron, en las viejas protolenguas, cabello. Ya está.

Caja y jaca. Mi caja galopa y corta el viento. Una evidente dislexia etimológica.

Calibre y culebra. El calibre mide diámetros. Por ejemplo de tuberías o caños. Algo que en la antigüedad se comparaba con el grueso de las culebras (esas tuberías de la naturaleza, que se mueven solas): de ahí el nombre.

Camarero y camarada. El camarero elegante “es el que deja el ticket de la consumición como si nos diese su tarjeta”. Pero el camarero que aguanta impasible tu chapa día tras día es un verdadero camarada.

Cerveza y certeza. Veamos: es probable que la palabra certeza derive de cerveza. Pues al cabo de algunas cañas o botellines, en número suficiente, se consolida y refuerza el conocimiento seguro y cierto de algunas cosas. No sé: es evidente, por ejemplo, que en la fiesta de la cerveza de Múnich todo el mundo piensa, sin ningún género de dudas, que Elvis está vivo.

Claro y clarinete. Esta etimología está clarinete.

Estatua, estatura. Vale: “las estatuas de los jardines son las que han echado de los museos”. Por ser demasiado altas y grandes. Sí: por su estatura.

Hadas y almohadas. “No olvidemos que en las almohadas están las hadas”.

Luna y lunar. Tiene trampa. Pues creo que, efectivamente, una palabra deriva de la otra. Pero claro, la luna misma está confundida sobre su condición. “¿Y si estuviésemos equivocados? ¿Y si la Tierra fuese la Luna y la Luna la Tierra?” (Gómez de la Serna). Por eso no es difícil pensar que primero fue el lunar (ése lunar preciso, concreto, bien dibujado), y luego vino el lunar del firmamento: la luna.

Mar y amar. Cualquiera sabe que todo el mar quiere salvarse en el tablón que flota. Y le ama. Por eso el escritor decía: ¿quién será mi tablón?

Martes y máster. Al parecer los primeros cursos de posgrado se daban los martes por la tarde. Y se llamaban así: martes. Se decía: “La Universidad oferta 25 martes de posgrado”, y cosas parecidas. Pero por una rápida alteración fonológica (confusio termina), tan frecuente en nuestra lengua (torpis lingua), y la falta de cuidado de la Academia (preocupada en la incorporación de términos nuevos, como papichulo), se pasaron a llamar máster. Y ahí se quedó. Ahora también se dan los lunes (extensio semanalis).

Menta y tormenta. Buff. Desde antiguo se llama tormenta no solo a la explosión de los cielos…. También a ese momento en que el corazón explota y salta, crudo, vivo y palpitante, a la palestra. Es entonces cuando todo se disparata, cuando lo que había estado cuidadosamente contenido bulle, estalla y revienta. Domina el frescor en estado puro. La luz que dinamita. A lo bestia. Que martiriza. Porque (lo sabemos) la tormenta es una tortura.

Se dice que un médico armenio (armenio, sí, qué pasa), al ver cómo sufrían sus pacientes por esa tormenta interior sobrevenida, por ese fenómeno íntimo en el que dos masas de aire de diferentes temperaturas (la tuya y la mía) chocan y se torturan (con vientos, rayos y truenos), buscó un remedio que permitiese aliviar el dolor, siquiera fuese momentáneamente.

Una mañana los dioses le llevaron por un camino en sombra. Y le entregaron, al concluir el paseo, unas hojas frescas y verdes que él, viendo el uso que iba a tener, las llamó… menta. Quitó el prefijo tor desagradecido (de tortura, torcer, torbellino). Y lo dejó limpio: menta. Esas hojas que procuran con su aroma una sensación placentera indescriptible. Que permiten respirar mejor, que dan frescura que a quien le envolvía calmaba sus penas. Pronto todos lo supieron. Y así rezaba este refrán del siglo XVIII: “Jurado tiene la menta que al estómago nunca mienta”.

El galeno emigró con su hallazgo a otros países y otros continentes. De Europa saltó a las Azores, luego llegó a Nueva España. Y desde allí se fue a Cuba. Donde la mezclaron con ron, lima y hielo picado…. Y lo llamaron (sí, acertaste) mojito. Desde entonces todo el mundo ya lo sabe. Si la tormenta anida en tu corazón, tómate un mojito, amigo: la menta (hierba buena) te salvará.

Never y nevera. Siempre se pensó que era imposible conservar hielo o nieve en armarios de casas particulares. Cuando se preguntaba por esa posibilidad la respuesta era siempre la misma: Never. O al menos así contestaban en Londres. Pero, claro, cuando se inventó y comercializó todo el mundo lo llamó, lógicamente, nevera.

Oboe y Oh Boy. Siguiendo con las etimologías orquestales, pocas hay tan claras como la del oboe, que tocaba aquel muchacho. Tan bien, tan bien, que quien le oía exclamaba: Oh!

Rojo y ojo. La palabra rojo proviene de ese color que a veces se pone alrededor de la pupila cuando está irritado. Luego, una vez constatado el fenómeno, y por extensión, se pasó a denominar así a todo lo que hasta entonces se decía “colorado”.

She y sí. Antes, en los siglos pasados, para afirmar o confirmar algo se decía: de acuerdo, conforme, Ok, me parece bien, no diría yo que no, y cosas por el estilo. Pero tras la difusión en España de la película Ella siempre dice sí (inicialmente estrenada con el título de Ella siempre dice que de acuerdo) hubo quien asoció la sílaba She con la genérica afirmación, y el resto ya pueden ustedes imaginárselo.

Timo y mito. Se mitifican algunas cosas para dar el timo. Un uso frecuente en la neolengua del “1984”, de Orwell.

Trenza y tren. Trenzar (algo con tres cabos) viene de trinitare, “un verbo formado a partir de trinus, que se usa frecuentemente en plural”. Y ¿cuál es el plural de trinus? En efecto: trini. Los trini que van por las vías (perdón, perdón, perdón).

Viernes y vienes. Los viernes siempre te lo digo: ¿vienes? Y siempre viernes. Digo vienes.

(Notas: 1ª. Es verano: sean indulgentes, por favor. 2ª. La imagen de arriba corresponde a http://alternativo.mx/2016/06/sinaloa-prohibir-los-ninos-salgan-a-banarse-en-temporada-lluvias/).


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