Blog de Manuel Saravia

La ciudad que queremos construir

Una celebración. El pasado jueves fue el Día Mundial de las Ciudades, que estableció Naciones Unidas hace 5 años para promover su diseño responsable. Para que se planifiquen bien. “Las ciudades deben ser diseñadas para vivir juntos, crear oportunidades, permitir la conexión e interacción, y facilitar la utilización sostenible de los recursos compartidos”. Vale, Naciones Unidas. Es verdad que el “evento principal” de la celebración se desarrolló un poco lejos, en Ekaterimburgo, y no nos ha llegado mucho eco. Porque por aquí, que yo sepa, no se ha celebrado nada. Y es que somos unos sosos. La ciudad, las ciudades, son de lo mejor que tenemos, y no lo valoramos como se merece.

Qué son las ciudades. Las ciudades son consustanciales al ser humano. No quieren las personas estar solas, y aunque sólo fuera por eso existen las ciudades. Por compañía, por calor. Aunque también, como empresa humana, han de cumplir con la economía. Las ciudades no son hechos de la naturaleza (aunque algunas, como Bizancio o Córdoba, para el viajero del año mil, “eran más obra de maravilla que de la industria de los hombres”). Se ordenan, se deciden. Y esa ordenación se hace siguiendo unas pautas. Pero para planificarlas bien hay que entenderlas. Por eso es bueno retroceder, para empezar, algunos siglos. Pues a poco que se indague en la historia encontramos rasgos de la juventud de muchas ciudades que siguen sorprendiendo por su actualidad.

El capítulo del libro de Paul Zumthor La medida del mundo, titulado “La ciudad”, ofrece algunas de esas cualidades que permiten entender el “sentido latente” de la ciudad medieval, que todavía perdura. Por ejemplo, la diferencia entre urbs (la construcción de piedra) y civitas (el conjunto de ciudadanos que en ella residen), que se enuncia desde las Etimologías de Isidoro. O la cálida sociabilidad de las plazas. O la publicidad de las calles principales. “La calle empedrada, quizá con una fuente pintada, que exalta la gloria de la ciudad (…) ya no es del todo mi calle. Es ‘de todos’, en el sentido de esta expresión, que significa ‘de nadie”. Y siempre con la sensación de estar perdiendo lo mejor que tenían. El capítulo es enternecedor. En él se lee también esto: “Los más ancianos, hacia 1250, no podían menos de lamentarse de la locura urbanizadora de sus reyes, sus obispos, sus prebostes. Lo que, por tradición, sabían, sentían, esperaban de sus ciudades, se desnaturalizaba de generación en generación”. El deterioro de “la idea de ciudad” empezó pronto, no cabe duda. Cualquier tiempo pasado fue mejor, incluso en los tiempos pasados. Somos pesadísimos, al menos desde 1250.

Modelos viejos de buenas ciudades. Pero también nos refiere Zumthor los modelos de los que se hablaba entonces, de ciudades ideales, míticas o magníficas que servían de referencia para entender el fenómeno urbano. Y que, obviamente, han ido cambiando con el tiempo. Ahora se consideran Amsterdam o Copenhague, por ejemplo, ciudades envidiables por su movilidad, servicios o urbanidad en general. Hace un tiempo se miraba a Nueva York para replicarla de alguna forma (con episodios tan curiosos como el de los rascacielos de Frankfort). Antes, París fue también modelo. El ensanche de Barcelona marcó igualmente un hito. Como tiempo atrás lo fueron las plazas mayores en las fundaciones. Pero Zumthor nos recuerda que la percepción que tenía la población medieval, al menos hasta el siglo XII, de las ciudades, estaba “determinada en parte por cuatro modelos míticos (…): la Jerusalén celeste, destino de toda bienaventuranza; su contrario, Babilonia la maldita de los capítulos 17 y 18 del Apocalipsis; Roma, fuente de autoridad y de conocimiento; y Bizancio, la maravilla lejana”. ¿Siguen vigentes?

Es posible. Pues una cualidad buena de las ciudades es que, como las personas, guardan para siempre memoria de todas las edades o tiempos que han vivido. Porque la ciudad puede verse también (se ha dicho mil veces) como un palimpsesto en el que se escribe y reescribe su condición constantemente. Lavedan formuló en París su “ley de la persistencia del plano”, que establece la continuidad de lo esencial de la ciudad primitiva en el plano actual. Y que viene a decir (en interpretación libre) que, hagas lo que hagas, la ciudad antigua y todas las ciudades anteriores a la de hoy, resisten debajo de la nueva y no se pueden borrar nunca por completo. Después de Lavedan, pero también en París, se fue a más, y se decía, en el mes de mayo de 1968, que debajo de los adoquines estaba la playa. ¡Y era verdad! Como también lo es que desde el Pisuerga vemos Oporto a lo lejos.

Un nuevo modelo. Hoy tenemos la obligación, como generación o como siglo, de formular un nuevo modelo, propio de nuestro tiempo. Por supuesto, debe atender a la sostenibilidad de las ciudades (los obligados planes del clima, la obligada compacidad). Ha de ser realista, partir de lo que hay, nada de tabula rasa. Pero sobre todo debe formularse uniendo los dos grandes logros de la civilización: la ciudad y los derechos humanos. Una ciudad para conjurar la soledad, construir con economía y reconocer la dignidad de los ciudadanos. Tales serán rasgos primeros del urbanismo. Las ciudades están obligadas a la dignidad de la persona.

De ahí que haya que proyectar y construir una ciudad donde no sólo se permite estar, graciosamente, a la última ciudadana. Ni siquiera donde se respeten sus derechos. Sino aquélla que se estructure y ordene precisamente en torno a la condición de esa ciudadana, porque es la de todos nosotros (y nosotras). Con ese objetivo habrá que construir el nuevo modelo. Pero los demás también andarán vivos en alguna parte. Y así, es cierto, se siguen reclamando hoy para nuestras ciudades los bulevares de París, ciudades jardín como la de Howard, los paseos de Aranjuez y el ágora de Atenas. Aunque es nuestra obligación superarlos. No quedarnos ni en los rascacielos de Manhattan ni en las vías rectas del urbanismo napoleónico ni en el crecimiento a escuadra de Cerdá.

Entre tanto. Porque incluso, quién podría negarlo, seguimos de alguna forma en la estela de aquella malvada Babilonia (“la madre de las meretrices”) en la que hoy, probablemente, también nos reconocemos (¿no recuerdan muchísimo las representaciones de los jardines colgantes a los edificios verdes de nuevo diseño?). Por eso, en estos días de celebración de la ciudad, no está tampoco de más recordar que la primera ciudad (Enoc) la fundó Caín. Y que por eso mismo se ha dicho en ocasiones, obviamente, que “la ciudad es de la estirpe de Caín”. ¿De verdad alguien piensa que no estamos bajo el influjo y magnetismo de los ríos de las ciudades malvadas (cainitas todas)? Es posible que, como pequeñas babilonias, todas serán destruidas, cuando corresponda, con un “derribo impetuoso” (lo dice el Apocalipsis), y que de ellas “quedará solo el viento el viento que pasaba por ellas” (lo dice Bertold Brecht). Pero entre tanto, rehabilitémoslas conforme a los nuevos modelos y apliquemos la referencia babilónica…. mejor con Boney M.

(Imagen: Lieja como ciudad ideal, vista desde la ventana de la Virgen del canciller Rolin, de Van Eyck, 1435).

 


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