Blog de Manuel Saravia

La mujer de rojo

No sé por qué el hombre que despachaba sacó el tema: “Esto de la recuperación, ¿lo veis por algún lado? Porque yo no lo veo”. Inmediatamente una mujer que esperaba en la cola (mayor, con una llamativa chaqueta roja), saltó como un resorte: “Lo que tenemos que hacer es salir todos a la calle. Que vengan a mi casa a ver lo que hay”. Y cuenta que su hijo y uno de sus nietos han vuelto a vivir con su marido y con ella. Que su nuera y el otro nieto viven ahora en casa de los consuegros. Un desastre. Cuenta que “ya no nos llega”. Que el hijo, en paro, está todo el día nervioso y continuamente discute con su padre.

Que se enzarzan por la educación del niño y por casi todo. Que al chaval no le falta lo básico, pero que pide “cosas normales, de niño”, y no se las pueden dar. Porque no llegan para todo con la pensión del marido. Hay un periódico allí cerca: “Y fíjate qué fotos, éstos viven en otro mundo”, aludiendo a los ecos de sociedad del papel couché, llenos de políticos (sí: también aparece quien firma esta columna). Y al lado se puede leer que Cáritas atendió el año pasado a un 31% de personas más, y que los fondos públicos que ha recibido la organización en España son los más bajos de los últimos cinco años.

Definitivamente, para la mayor parte de la gente la vida está en otra parte. Casi siempre en otra parte. No se ve reflejada en la política oficial. Y quienes nos dedicamos a la política deberíamos recordar todos los días que hay que encarnarla en las preocupaciones reales de las personas reales. Que no puede la política (y cuanto hay en ella) aislarse de la realidad “como esos maravillosos animales de circo metidos en vagones con las paredes sin levantar” (un mundo aparte, parafraseando a William Maxwell, Vinieron como golondrinas).

Con el bolso bajo el brazo y una bolsa de tela en la mano, para el pan, la mujer sigue hablando. Estaba angustiada y entró a saco. Porque con el hijo –continúa- había regresado también a casa el viejo conflicto generacional, que parecía superado. Habían vuelto algunas cuentas del pasado, con el padre y el hijo enfrentados como antes. “Pero ahora es todo mucho más complicado”. Qué desastre. La mujer se desahoga en la panadería, y cuenta allí cosas difíciles de decir al hijo o al marido. E insiste: “Todo el mundo tendría que estar en la calle, pero el primero que no sale es mi hijo”.

No; no estaba enfadada. Estaba triste. Abatida. Parecía cansada. Con la sensación de que nada de lo que se decide ni en el Palacio de la Asunción ni en la Casa Consistorial va con ella. Que situaciones de desamparo como las suyas no preocupan. Y que esa impresión de desmantelamiento y desatención la comparte con la gran mayoría de la población. Qué cansancio. Finalmente llega su turno: “Dos barras, por favor”.


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