Blog de Manuel Saravia

Mil idiomas en las calles

Con motivo de la Seminci, estos días se oye más gente que habla otros idiomas en Valladolid. Y es fácil evocar a las grandes ciudades, o a las de frontera, o a las más cosmopolitas, donde se escucha habitualmente de todo en sus calles. Esa multiplicidad de lenguas les da un carácter y una musicalidad tonificante. A veces no se presenta de la misma forma en toda la ciudad, es cierto. Sino únicamente en algunas áreas, incluso en unas pocas calles. Pero siempre, insisto, donde sobreviene, resulta gratificante. Palabras extranjeras que, por lo general, convocan en quien las oye (muchas veces sin entenderlas) buenos sentimientos.

Porque esa amalgama de voces imprime una suerte de armonía y enciende nuestra imaginación. Suena, decíamos, como buenísima música de fondo. Y la música es (sigamos a Schopenhauer en Pensamiento, palabras y música), “el verdadero lenguaje universal que en todas partes se entiende y, por ello, se habla en todos los países y a lo largo de todos los siglos”. Es “la melodía cuyo texto es el mundo”. Voces que suenan como música. Porque sabemos que son palabras que hablan, como siempre, de la vida y de la muerte. Los placeres y los días. Los logros y las ruinas. El amor y la amistad. Y por eso es música que se emite en directo y sin descanso desde las voces de la calle.

Cada idioma tiene “su propio ritmo, su música particular” (Irene Hernández Velasco). Su cadencia, su prosodia. Y así es, naturalmente, en los más de 6000 idiomas que se conservan en el mundo. Pero reconozcámoslo. Sea como sea, los idiomas y sus acentos, su entonación, su musicalidad, nos cautivan siempre. Unos nos gustarán más y otros menos. Pero todos nos resultan seductores. Sabemos que hay encuestas para dirimir cuáles son los preferidos (suele ganar el francés: así es la vida, c´est la vie; aunque para Borges era horrible). Si bien esas valoraciones cambian con el tiempo. Y sucede que algunas lenguas que hoy se consideran bellas, como el inglés (incluso por delante de la nuestra, maldición), resultaban toscas y ordinarias hace tiempo. Por ejemplo, para los romanos.

Pero, repito, ¿por qué ese batiburrillo de lenguas que nos gustan o disgustan parece música celestial? Pues quizá porque de alguna forma nos acerca, precisamente, al cielo. Activa en nosotros (ahora sigo a Murena) un ansia de retorno a la unidad mítica originaria, a esa única ciudad que tenía todo, donde todo se mezclaba y entendía, y desde la que se levantaba afanosamente la torre de Babel. Y la Seminci, con su internacionalización y cosmopolitismo, recupera cada año ese espíritu de una nueva Babel, con esos mil idiomas (vale: exagero) que se oyen estos días en las calles de Valladolid.

(Imagen del Facebook de la Seminci: “¡Se nos han llenado las calles de la #62Seminci!”).


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