Blog de Manuel Saravia

No puedo con ella

No puedo con ella. Me trae a maltraer. Me refiero a la luna, por supuesto. Tiene tantos admiradores que podríamos formar el mayor club de fans de la tierra. Cuando se llena, como el pasado lunes, quedamos embobados. Porque es en momentos como ése cuando despliega todo su poderío. Que es el de la poesía. Con el que nos permite descubrir (si fuera posible, ay) “qué sobrevive de las personas amadas”. Es verdad: la poesía “obtiene su magia de la luna”; y el poeta “está enamorado de la Diosa Blanca”. Es esa condición, y desde ella, solo le queda “volar hacia la llama y dejarse inmolar como la polilla”. Tal es su destino. ¿Está claro?

En estas noches de verano hay que cantar (creo que es obligatorio) a la luna, sus signos y designios. Veamos uno: reinando en el cielo sereno. Porque los días en que reina la luna, completa y redonda (como el pasado lunes), en medio de un cielo estrellado y reposado, todo parece propicio para esas músicas del cielo sereno: las llamadas serenatas. Si el cielo está sereno, gobernado por la luna llena, ampara bien al “coro de los grillos” y a los intérpretes que pudiera haber de las serenatas que escribieron Mozart, Schubert o Ravel. Pero también a las que cantan, quizá, los mariachis bajo su balcón. Y lo traigo ahora a colación porque me ha sorprendido la letra de la que probablemente sea la más famosa serenata que canta a la luz de la luna: la de Glenn Miller. ¿Qué dice la letra?: “Un cielo de verano, una brisa celestial, besando los árboles”. Pero ¿qué tendrán que ver los árboles en todo esto?

Pues parece que mucho. Que hablando de la luna son determinantes. Lo cuenta Robert Graves en La Diosa Blanca (escrito en 1948 pero recientemente reeditado; de ese libro proceden las citas anteriores). Para conocer el lenguaje poético –nos dice- hay que dominar “la batalla de los árboles”, según se cuenta en manuscritos antiquísimos que Graves se cree a pies juntillas. Todo es rarísimo y sorprendente, pero muy estimulante. Y ahí tenemos a los “árboles jefes”, que no son otros que el roble, el avellano, el acebo, el tejo, el fresno, el pino y el manzano, a tortas entre ellos. Lo siento, pero no puedo dejar de sospechar que la reciente campaña de toda la ciudad contra el plátano de sombra, porque levanta las aceras, forma parte de esa batalla cruel, y que es… ¿el avellano, por ejemplo? (quizá otro) quien, taimado y a escondidas, está levantando con sus propias manos (o con sus propias raíces) por la noche las baldosas, para machacar al plátano, que quedará totalmente desprestigiado y que todo el mundo sabe que milita en otro ejército enemigo. El plátano: el árbol bajo el que Sócrates y Fedro hablaban del amor y la belleza, convertido ahora en un delincuente. (Es broma, pero espero que la luna y los árboles me lo perdonen).

Lo cierto es que no podemos evitar pensar en algunos olvidos o asimetrías (por llamarlo de alguna forma) de nuestra cultura urbana respecto a la luna. Pues en efecto, la ordenación urbanística se afana desde siempre, aunque más intensamente desde hace un siglo, en vincular los edificios y las urbanizaciones con el movimiento del sol, para recibir sus benéficos efectos. Todas las ciudades pugnan por ser algo así como una nueva Heliópolis. Pero nada se ha dicho nunca de la luna. Maldición.

Será, quizá (y volvemos, por última vez, a Graves), consecuencia de aquel empeño de Sócrates (sí, sí: el de los plátanos) por rechazar a los poetas, a la luna y a la noche. Por decirnos que “los campos y los árboles nada tienen que enseñarme y únicamente puedo sacar provecho en la ciudad”. Vaya con Sócrates: o sea que los árboles nada nos enseñan. O sea que la luna, en la noche, blanca o roja, eclipsada o plena (el lunes también hubo eclipse), gobierna el reino de los árboles y no el de las construcciones. Y nada nos enseña… salvo la poesía, que no vale para nada. Ay, Sócrates, qué cosas dices. Pues habrá que hacer algo. Para empezar, creo que no se puede exigir ver el sol sin exigir también su contrapartida: ver la luna. Y si no se hace desde las casas, que se haga desde los árboles. En fin: un olvido inadmisible que debe corregirse.

Pero ahí estamos. A maltraer con la luna. En medio de varias batallas (unos árboles contra otros, el sol contra la luna, tú contra mí). Que en cuanto nos descuidamos, se encienden y nos enardece. Poniendo así en evidencia, una vez más, lo que de la luna y de la poesía nos dijo una vez Keats: “Todo lo que me recuerda a ella me atraviesa como una lanza”.

(La foto, pésima, de la luna llena en Parquesol, es del autor, el pasado lunes. Perdón).


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