Blog de Manuel Saravia

¿Por qué el rojo del semáforo va arriba y el verde abajo?

Pues no lo sé. Pero sí he podido leer que hay un semáforo en la ciudad de Siracusa (estado de New York), situado en un cruce anodino, donde el orden es el contrario. ¿Cómo vamos a consentir que en nuestro barrio el color rojo unionista esté por encima del verde irlandés? Y a base de enfrentamientos con la policía y pedradas a la luz roja se consiguió dar la vuelta al semáforo. Estarán contentos. Supongo. Aunque en el resto de los semáforos del mundo el rojo de… lo que se quiera, está por encima del verde de… lo que se quiera. Vaya tontería.

Esta es una de las 124 historias que se cuentan en el libro de R. Mars y K. Kohlstedt, La ciudad invisible (Península, 2022), basado en el pódcast 99%Invisible. Es muy curioso. Aparecen relatos que está bien conocer. Junto a otras historias verdaderamente alucinantes. Alguna otra de semáforos: la de los hombrecillos de Berlín (Ampelmännchen). O (una de las que más me gusta) la propuesta que llegó a plantearse (en Nueva York) para solucionar la evacuación urgente de un edificio en caso de incendio: unos arqueros podrían lanzar, desde el suelo, “flechas con cuerdas atadas hacia los pisos altos, para que los residentes que tuvieran que huir pudieran agarrarse a ellas”. Sorprendentemente, no se aprobó.

Más éxito tuvo el invento de las puertas giratorias, pensadas para evitar que entrase el frío si se dejaban abiertas las puertas tradicionales, ya que, como es sabido, las giratorias “pueden estar abiertas y cerradas al mismo tiempo” (aunque, tras un grave incendio en 1942, se empezó a exigir que siempre estuviesen flanqueadas por puertas convencionales). Lo cierto es que la búsqueda de soluciones ingeniosas para evitar molestias o quejas del vecindario (o mejor: de parte del vecindario) nunca ha cesado. Por ejemplo, seguimos dando vueltas a qué hacer con la sobrepoblación de palomas (hoy por hoy, no se ha dado con ninguna solución perfecta; en el libro se relatan varios fracasos).

O la disposición de “topes antimonopatines”. O (atención) “el dispositivo electrónico llamado Mosquito, que se pretende capaz de evitar la reunión, el vandalismo, la violencia, el tráfico de drogas y el abuso de sustancias”. Se trata, al parecer, de hacer sonar en las áreas problemáticas determinados sonidos de alta frecuencia que solo los jóvenes (“hasta los ventipocos” años) pueden oír. Una locura, desde luego. Como también es desatino el de los bancos antimendigos, diseñados para impedir que las personas sin hogar se tumben en ellos, cuando la cuestión es exactamente la contraria: “Los habitantes de la ciudad deberíamos alegrarnos de que pueda dormirse en los bancos y en las vías públicas” (Ch. Alexander).

También se recuerdan en el libro los efectos inesperados de algunas normas. Como las famosas mansardas parisinas, derivadas de fijar la altura máxima en la cornisa y no en la cumbrera. La estrechez de las casas holandesas, consecuencia de que se tributase por el ancho de la parcela (no por la superficie, ni por el fondo). El impuesto londinense de 1696 sobre las ventanas (más superficie, más pago: se llegaron a tapiar ventanas existentes). O los casos recientes derivados de la obligación establecida en Dunedin, Florida, de cortar el césped para que no llegue a superar las 10 pulgadas de altura (con multas de 500 dólares al día). O en Hudson, Florida, donde un propietario fue encarcelado por tener el jardín seco (un jubilado que lo había replantado tres veces, pero que no arraigó, y lo acabaron deteniendo).

Y se alude también a la historia (que la tiene: nada es casual) de la idea de Edward N. Hines de pintar las muy útiles líneas de separación entre carriles en las calzadas, después de ver cómo goteaba un camión de leche que iba delante de él (como la manzana de Newton, la coca-cola o el microondas). O cómo algunos gestos, por atractivos que puedan ser en cada caso particular, resultan peligrosos al multiplicarse. Por ejemplo, los “candados del amor”, que han llegado a poner en peligro la estabilidad de algunos puentes.

Y qué decir de la decisión, nada extraña, de eliminar la planta o la habitación nº 13, o las que contienen el número 4 (que en mandarín suena igual que la palabra muerte), por considerarse de mal agüero. “Vamos a recuperar el 4, el 13 y cualquier otro número que la gente se quiera saltar por cualquier motivo”, establecieron en Vancouver en 2015, obligando a numerar como dios manda. Y puestos a preguntar: ¿Sabemos algo de las personas que sirvieron de modelo para algunas esculturas públicas? ¿Quiénes eran, por ejemplo, los modelos de los atlantes de Recoletos, por decir algo? Pues en el libro se cuenta la curiosa historia de Audrey Munson, de la que hay estatuas por todo Nueva York, e incluso en el Metropolitan se cuentan más de 30. “El cuerpo muy público de esta modelo ha acabado representando la verdad, la memoria, el reconocimiento cívico, la estrellas e incluso el universo en estatuas y esculturas”.

Por supuesto, se habla de los nombres de las cosas. Lamentablemente no se cita la calle Niña Guapa. Pero sí se recuerda por qué el SoHo se llama SoHo. No el de Londres (que dicen que proviene de un grito de caza: “¡Soho! Allí va el zorro”), sino el de Nueva York (mucho más fácil y normal). Y hay también espacio para relatar la divertida historia sobre las intenciones supuestas, aunque azarosas, de algunos diseños. “Las filas de edificios altos pueden producir, a veces, efectos fascinantes como el denominado solsticio de Manhattan”, por el que se alinea la salida y puesta de sol con el espacio estrecho entre edificios a ambos lados de la ciudad, que “resulta que coincide con el Día de los Caídos y el descanso de la All Star de la liga de béisbol”, por lo que alguien se preguntó “si futuros antropólogos podrían concluir que los estadounidenses adoraban la guerra y el béisbol”. En Valladolid, me gusta pensarlo así, preferimos ser adoradores de la luna llena.

(Imagen: Los hombrecillos de los semáforos de Berlín, procedentes de scinexx.de).

 


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