Blog de Manuel Saravia

Sin coderas

Machado lo pedía expresamente: “¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado?” Para él era necesario hacerse “algo niño” si se quiere educar bien. Pero el juego entre la infancia y la madurez tiene otra vertiente que no se limita a la actividad docente, sino que nos llega a todos. Saramago lo expresó en sus memorias de infancia, como imperativo moral: “Déjate llevar por el niño que fuiste” (Mis pequeñas memorias, 2006). Tiene gracia.

Es más. Greenpeace lo utilizó hace unos años, como descubrimiento político. A partir de una frase de Saint-Exupéry (“que el niño que fuiste no se avergüence del adulto que eres”) se hizo presente en la campaña electoral de diciembre de 2015, plantándose con cinco chavales de unos 9 años que se parecían (vagamente: el casting era mejorable) a los cinco principales candidatos de aquellas elecciones. Y así pretendía “apelar al niño que nuestros políticos fueron porque seguro que ellos querrían que cuidasen del planeta”. ¿Traído por los pelos? Un poco. Pero es verdad que recurrir a la bondad e ilusiones de la infancia es una idea atractiva y en cierto modo, como vemos, recurrente.

Otra vuelta de tuerca, algo distinta y más exigente aún, es la que presenta Javier Valenzuela en su último libro, El bien más preciado (Makma, 2021). Pues lleva esa obligación ética de no defraudar lo que se espera, lo que espera cada uno de nosotros de nosotros mismos desde los inicios, no solo al mantenimiento de unos valores más o menos generales, sino incluso a la coherencia con las ideas iniciales, fundacionales, podríamos decir, a lo largo de toda la vida. “Envejecer físicamente es inevitable, pero hacerlo moral e intelectualmente supone una traición al niño que fuiste”, dice Valenzuela.

Y, de hecho, ese mismo libro, que es una colección de textos publicados desde 2013 hasta hoy, finaliza con un artículo de 1983, para que pueda verse esa unidad de fondo que reclama también para sí mismo. “Este texto me confirma una unidad de pensamiento desde mis años mozos a estos ya sexagenarios”. El título de aquel artículo era expresivo: “Coderas en el jersey, pero no en el alma”. Vivir a la intemperie, sin refuerzo alguno, ni en lo más expuesto. Como juegan los niños y las niñas, siempre con las heridas al aire en codos y rodillas (y en la frente, y en todo).

Así se veía y así se ve. La verdad es que está muy bien verse así. Como también a muchos de los que retrata en sus artículos. Por ejemplo (traigámoslo de nuevo, ya que lo citábamos al principio) a Antonio Machado. Coherente hasta el final. Sin defensa. Sin coderas. Viviendo y recordando, como decía en los últimos versos (encontrados en un papel arrugado en el bolsillo de su gabán), “este sol de la infancia”.

(La imagen es la que acompañaba, y servía de excusa, al artículo citado, “Coderas…”, publicado en Comunidad Escolar, mayo de 1983).


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