Blog de Manuel Saravia

Tatuar una S y un clavo en cada mejilla

“Los esclavos que llegaban por vía marítima en las naves portuguesas traían marcas e hierros puestos por los mercaderes para que no pudieran escapar. Solían echarles argollas en los pies, en el cuello y en los brazos y los señalaban con marcas y pinturas. En ambos carrillos les ponían una S y un clavo -es decir, la palabra «esclavo»- para que todos supieran que era cautivo y no libre: «herrado en el rostro con una s y un clabo«. (Se cita en la Historia de la Universidad de Sevilla, alma mater hispalense).

Horroriza. Pero tal era la condición del esclavo. Mitad mercancía, mitad animal. Para describirlos en los protocolos notariales del Renacimiento castellano se usaban los términos pieça o cabeça de esclavo. En unas ordenanzas municipales de 1531 (hay decenas parecidas) se prohibía a quienes no fueran vecinos llevar carretas, “ni camello, ni bestias, ni esclavos”. Porque “la asimilación del esclavo con animales y otros bienes (…) pone de manifiesto una práctica jurídica que bien se puede considerar de exclusión social” (Raúl González Arévalo, La vida cotidiana de los esclavos en la Castilla del Renacimiento, Marcial Pons, 2022; cap. 2: “Ser esclavo”).

Hoy tendemos a pensar que la esclavitud queda lejos. Y sin embargo inquieta que con cierta asiduidad encontremos noticias en las que reaparece esa terrible palabra: esclavo. En Valladolid, sin ir más lejos. Esclavizan a migrantes en la vendimia. Desarticulan una organización criminal que prostituía a 13 mujeres en condiciones de esclavitud. Pero es peor aún. Porque, a poco que nos informemos podemos comprobar que la esclavitud no es tan excepcional. Afecta a “aquellos perdedores de la historia que ni siquiera pueden beneficiarse de las plataformas de reivindicación creadas por las sociedades del bienestar”. Los arrabales de Filipinas o Sudáfrica. El trabajo de sol a sol en las maquilas de Honduras. Sexo sin fronteras. Infancias forzadas. Tales son los títulos de algunos capítulos del libro de David Dusster titulado, expresivamente, Esclavos modernos (Barcelona, 2006). Y que dedica dos capítulos a “La odisea de paquistaníes, dominicanos y magrebíes en España”, y a “La trata de mujeres rumanas, africanas y sudamericanas en España”.

Pero, insisto, creo que no hace falta buscar grilletes virtuales en informaciones difíciles de obtener. Hoy mismo se publica en El País un reportaje sobre “los campamentos chabolistas de Níjar”. Invisibles entre invernaderos. Como el recientemente demolido (el pasado lunes), denominado Walili. “Sin agua potable y con decenas de rudimentarios enganches a la red eléctrica. Su pequeña mezquita, sus casas fabricadas con desechos de la agricultura intensiva y la basura de los alrededores son hoy escombros que han llenado más de 200 camiones durante esta semana”. Derribado por completo. Argumento: “Las malas condiciones del lugar”. Sospecha: “Las organizaciones sociales creen que ha sido el primero en caer por su cercanía a la carretera a cabo de Gata y daba mala imagen para el turismo y los empresarios”. Resultado: “La mayoría de sus 500 vecinos se quedaron sin techo”, a la intemperie. Valoración municipal: “La alcaldesa ha puesto esta actuación municipal como modelo”. Valoración de Nora (residente del campamento): “Cada día sufrimos más que el anterior”.

¿Quién dijo que la memoria debe centrarse en los elementos del patrimonio, de la nobleza (palacios y castillos) o de la iglesia? La memoria es la del golpe de estado de 1936. Y la de todas las injusticias contra la humanidad de antes y después. Esa es la memoria que hace falta. De nada vale la “desmemoria histórica” para entender la esclavitud de hoy. Porque no hay en España, “a diferencia de Francia (con la Ley Taubira, de 2001), un texto legal que obligue a las instituciones a abordar políticas públicas de memoria, o que establezca instituciones concretas para el estudio de la trata y de la esclavitud”. De hecho, “si una palabra define la relación de la España actual con su pasado esclavista es: olvido” (Martín Rodrigo y Alharilla, ed., Del olvido a la memoria, Icaria, 2022).

Memoria presente para entender mejor la actualidad del sufrimiento. Para que el horror de lo que fue nos haga ver mejor el espanto de hoy. ¿Cuántas «cabeças de esclavos», absoluta y radicalmente excluidos, nos acercan a aquel pasado que no ha pasado? ¿Cuántos corazones de Walili llevan hoy tatuados la S y el clavo?

(Imagen: “Signo de la esclavitud grabado en las jambas de una de las puertas de la parroquia de San Ginés que da a la calle Bordadores” de Madrid. Foto de Martín Rodrigo en op. cit., p. 16).

 


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