Blog de Manuel Saravia

4. El dilema de las manos sucias

Es habitual escuchar que “la política es imposible si no estás dispuesto a ensuciarte las manos”. Que la política moderna “tiene un código de conducta propio y distinto de la moral corriente”. Lo dice así, por ejemplo, David Runciman (profesor de ciencias políticas de Cambridge) en su reciente libro, de ambicioso título, Política (Madrid, Turner, 2014), donde relaciona esa idea con los textos de Maquiavelo (“políticos del mundo entero pueden leer El Príncipe y reconocer en la obra algo de sí mismos”) y de Max Weber, y extiende su influjo a todos los ámbitos y territorios, “hasta en la agradable Dinamarca de nuestros días”.

Precisamente alude al éxito de una serie de la televisión danesa, Borgen, ambientada en el despacho de la primera ministra. Allí se suceden “los tejemanejes, las puñaladas por la espalda, las traiciones y los rencores. Borgen muestra a nuestros políticos daneses decentes y civilizados haciendo lo que haga falta, primero a sus enemigos y luego a sus amigos, para conservar el poder. Actúan azuzados por sus consejeros, cuya tarea principal es la de asegurarse de que, en un momento de debilidad, sus jefes no se vuelvan demasiado buenos”. Reconoce que el juego por “llegar a lo más alto y mantenerse en la cumbre (…) no es exclusivo de la política; también lo encontramos en los negocios, en las artes, en la vida académica y en el deporte. Pero su versión definitiva se sigue jugando en la arena política”.

Mas no deberíamos quedarnos en las intrigas palaciegas para ver las manos sucias. Runciman alude a situaciones críticas en las que se juega con la vida de mucha gente. Y pone el ejemplo de los aviones teledirigidos. Supone que en la mente de quien decide utilizarlos como acción bélica frente a la “amenaza del terrorismo” se dará probablemente un razonamiento de este tipo: “los drones matan, pero al matar salvan vidas”. De manera que el problema va más allá del maquiavelismo y “nos hallamos ante una farsa moral, esa que, según Weber, acaba siendo inevitable”.

Runciman reclama, en todo caso, explicaciones. “Los políticos no pueden limitarse a rendir cuentas a su conciencia. Un tercero, o alguien, debe pedírselas”. Pero da por sentado que decisiones de ese tipo, contrarias a la moral, se producen siempre y deben darse siempre en la actividad política. “Entrar en política es meterse en asuntos diabólicos”, asegura. Y es cierto que para actuar en política hay que entrar en el barro, pues hay barro en la ciudad. Pero de ahí a dar por seguro que deban producirse decisiones ajenas a la moral hay un paso que, por más vueltas que le doy al texto del profesor inglés, no acabo de ver que justifique, por ningún lado, su inevitabilidad. ¿Manos sucias?: sí, pero de barro, no de sangre.


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