Blog de Manuel Saravia

La leyenda dorada del Tour de Francia

Acaba de terminar la novena etapa de la Vuelta Ciclista a España de este año. La meta estaba en lo alto del Naranco, y la ha ganado David de la Cruz, que ha llegado en solitario y se ha enfundado el maillot rojo, con unos pocos segundos de ventaja sobre el colombiano Nairo Quintana. Ha estado muy bien; y los esfuerzos organizativos y deportivos, muy notables. Un buen espectáculo. Pero que ya no supone esa “alegría o inquietud, esa forma de participar en una batalla de gigantes, de entrar en un tiempo mítico” que en palabras de Pierre Sansot evidenciaban el Tour o la Vuelta (vale el uno por la otra) hace algunas décadas. Se manifestaba entonces, según este sociólogo, un verdadero “proceso litúrgico”, civil, profano (de alguna forma, si se me permite), que hoy se ha perdido casi por completo (está bien recuperar ahora dos escritos de ese autor: “Le tour de France: une forme de liturgie nationale”, en Cahiers Internationaux de Sociologie, vol. 86; y el capítulo titulado “La legende dorée du Tour de France”, en Les gens de peu, PUF, 1991).

Todos los signos rituales estaban ahí. El marcaje de un territorio de una manera original e incontestable; la instauración de un calendario que se sustraía a la duración profana ordinaria; la densidad simbólica y lúdica de los “oficiantes” y los “concelebrantes”; la emergencia de una emotividad colectiva intensa; la producción de relatos y leyendas asociados al evento; el enaltecimiento de ciertos seres que devenían héroes o semidioses; la recuperación, en fin, de la epopeya en la vida cotidiana. Pero de todos los rasgos que suponía aquel acontecimiento peculiar, aquellos extraordinarios quince o veinte días de julio de cada año, me gustaría destacar tres que considero especialmente relevantes: su específica relación con el paisaje, su lectura heroica y su vínculo con la infancia.

Una de las particularidades del Tour (más que de la Vuelta) es que ofrecía un repaso o reconocimiento de las ciudades y territorios de Francia, pero sobre todo de ámbitos recónditos o escasamente conocidos que los ponía en circulación con eficacia. Las etapas puntuaban la ronda litúrgica y las ciudades se disputaban el honor de abrigar, durante una noche, a sus héroes, metamorfoseándose por unas horas. Pero no solo se viajaba de ciudad en ciudad. Con el Tour “se reaprendía Francia”. Y así el Ballon de Alsacia, por ejemplo, sorprendía a todos y volvía a aparecer en las vidas de un público que lo había olvidado desde que lo estudió en la escuela primaria (donde solo era un nombre). Nunca más había interesado a nadie. Y se caracterizaba con radicalidad algunas zonas. El incomodísimo pavés de las carreteras de Roubaix, que los corredores lo habían calificado como “el infierno del Norte”, se asoció tanto a la imagen popular de ese departamento que el Conseil Départamental tuvo que hacer algunas campañas publicitarias para intentar quitar el estigma de “temible” de esa región.

De manera que se fue constituyendo una geografía sentimental de Francia, girando en torno a París (donde siempre concluía la vuelta). Se recorrían, como decía, otros espacios y otras carreteras por las que habitualmente solo transitaban los habitantes del lugar. Se visitaba, por tanto, “esa Francia rugosa, encallecida, áspera, y a veces rebelde”, que era también el hábitat ordinario de muchas personas que ahora vivía un nuevo protagonismo.

Pero además se leía el territorio como un ámbito singular. Sansot escribe que el Tour, al confrontar a corredores y montaña merecería ser considerado como una “prueba iniciática”. Y el argumento es curioso. Los gigantes de la ruta se medían a otros gigantes de la tierra: el Galibier, el Tourmalet, el Aubisque, seres de leyenda que testimonian nuestra prehistoria, últimos retoños de una raza de titanes. De manera que los ciclistas eran capaces de tutear a lo sublime. Con el Tour se demostraba que en ese país no solo había jardines a la francesa: también estaba lo inhabitable. Y así se convertía el mapa de Francia en un país de leyendas.

Desde el primer momento los organizadores tuvieron clara esta condición épica de la vuelta (la historia de Alphonse Steinés en el Tourmalet en 1910 es ilustrativa. Y buenísima). Algunas etapas de la primera época se iniciaban a las tres de la mañana. Si tenían averías deberían ser los mismos corredores quienes las reparasen (la anécdota de «Puede meterse su minuto por el culo» también está muy bien). Vivían hechos dignos de canciones de gesta. Por supuesto, como humanos que eran, conocían el desfallecimiento. Y también la muerte; una muerte real y no simbólica, que amenazaba a cada uno de los participantes. Pues cada uno se obligaba a tomar los máximos riesgos en la batalla. En ocasiones se hablaba de “descender a tumba abierta”. Unos comportamientos excesivos que no aprobamos en la vida cotidiana.

Hablaba también de la relación del Tour con la infancia. Y Sansot nos vuelve a advertir cómo cumplíamos con nuestras bicis los mimos gestos que veíamos a los grandes ciclistas en el Tour. Una bici era a veces la recompensa por el éxito escolar, y en la adolescencia, para confirmar nuestra dignidad de corredores ciclistas adoptábamos su lenguaje. Con el Tour la bicicleta recobraba el dominio de la fantasía. Y no se concebía una feria (kermesse) sin una buena carrera ciclista, «tan necesaria como el baile».

Pedaleábamos con nuestra cadencia, pero nos integrábamos de alguna forma en aquella suerte mítica. En un pelotón que se compone de más desaparecidos que de vivos. Una liturgia es siempre conmemorativa, y cada Tour reactualizaba los anteriores tours. Lo cual es una rareza. Porque nuestra civilización no acepta, salvo excepciones, esa fraternidad de muertos y vivos. Nos dejamos llevar por la pasión de lo efímero. Pero con cada tour, en esos quince o veinte días, no se envejecía. Se regresaba a la infancia del niño maravillado que había descubierto “la caravana multicolor”. “Me creía eterno. Como Francia, como los libros de ortografía. Me sentía en el eterno presente”. Formaba parte de un fragmento (amplio) de la sociedad que se beneficiaba de una liturgia popular durante esos días. Fundada en las energías elementales, a cuerpo limpio.

Hoy, ya digo, obviamente no es igual. Lo que va de la “Tritsch Tratsch Polka” de Johann Strauss a “El Ganador” de Marta Sánchez no es solo un cambio en la música de fondo. El invento de 1903 duró mucho con esas características que reseñamos aquí, resistió a todo tipo de cambios en casi un siglo y, por ejemplo, a la aparición de la televisión. E incluso mejoró su atractivo. Pero los cambios sociales de las dos últimas décadas han redefinido su papel. El turismo no deja ningún lugar sin explorar, y menos aún el turismo de montaña. La épica se ha machacado con el dopaje. Los deportes extremos van por otro lado. La vuelta a la infancia también discurre por otros senderos, y el paraíso de las bicis ha cambiado de lugar, si es que sigue existiendo. Los grandes eventos deportivos no se acompañan habitualmente de aquellos signos míticos propios del Tour y de la Vuelta de antes. Las olimpiadas, que a veces se quieren ver como gestas, son encuentros competitivos que no se acomodan ni de lejos a aquellas imágenes. Tampoco se ve entre los eventos de nuevo cuño nada semejante a aquellas vueltas ciclistas que se instalaban en la socialización de una buena parte de la población “para enriquecer la trivialidad cotidiana y su alienación”. Nada fundado en ese gusto común por los placeres sencillos que tenga la misma fuerza.

(Nota: la imagen del encabezamiento procede de http://www.rtve.es/alacarta/videos/tour-de-francia/ascension-del-tourmalet-tour-1954/1133333/).


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